Hacia la amoral infancia o hacia la inmoral edad adulta
Stoker (2013, Park Chan-wook)

Starsmall Starsmall Starsmall Starsmall Halfstarsmall

Original

          Hay quien se resiste a hacerse adulto. Quizá sea porque los adultos son niños que murieron o quizá es porque hacerse adulto es liberarse. Pero ¿liberarse de qué? ¿De la infancia o del propio mundo de los adultos? También algunas madres, no muchas, dicen que se han visto obligadas a tener descendencia por no soportar, no la soledad, sino la frustración de no sentirse realizadas como mujer, o tal vez como adultas. Es la obligación que proyectamos en nuestros hijos para que ellos subsanen nuestra desgracia e incapacidad vital y, así, poder liberarnos a través de ellos. Les obligamos, primero a mantener nuestra infancia viva y luego a hacerse adultos, a abandonar esa infancia como si nada hubiera pasado. Pero como la mayoría somos seres desgraciados solo podemos sembrar la desgracia y, ni mucho menos, podemos esperar que ésta nos libere de nada, más bien al contrario. Cuando los niños sienten como imposición, como deber, esa necesidad de los adultos sólo piensan en despojarse de ella y, probablemente, con la ingenua consecuencia de convertirse en adultos sin la más mínima consciencia. Y el único modo que ellos conocen es liberándose del mundo de los adultos, con expresiones de conducta que pertenecen moralmente a los adultos, como la sexualidad y el asesinato, ambos sacrificios catalizadores de la estética de nuestra era, esta especie de neoclasicismo digital en el que vivimos atrapados. "Te sientes inferior a mi porque no estamos al mismo nivel" Entonces, para ser adulto debes comportarte como un adulto. O para ser niño comportarte como tal.

 

          El cine es explícito con la sangre y la muerte pero no lo es con el sexo y sus fluidos. El sexo, en el cine, continúa buscando sus metáforas y siendo más que nunca una aventura íntima, al contrario que matar, que parece un juego de niños desposeídos del sentido de la vida. En cambio, sí sabemos que el uno sin el otro no son una experiencia completa. Cada orgasmo es una muerte, cada muerte una eyaculación. Por eso, tal vez, el cine se comporta explícito y sutil con la muerte y el sexo. Cuando la poesía sexualizada del horror invade las mentes impolutas de la infancia nuestro mundo se desvanece como un pájaro que se desangra desde el cielo horas después de haber sido cazado por un disparo. Ese es el principio del terror, desestabilizar aquello que creemos incuestionable. Más allá del terror como género, el terror agita nuestro sistema de valores, nuestras creencias, nuestros mitos, nuestra estructura vital. Por eso, comúnmente, el terror atenta contra las estructuras que sustentan nuestra organización moral, como la sociedad y su legalidad, la familia y sus conceptos, en definitiva, nuestro intrincado sistema de relaciones. Es allí, entonces, en el binomio cazador-presa y agresor-víctima donde adquiere su sentido el artificio de matar. Y en ese mismo binomio se explica el deseo carnal entre los seres. Dos rituales que conllevan en su naturaleza la esencia misma de la relación humana: el conflicto.

 

          Lo que siempre ignora la presa o la víctima es su vulnerabilidad al igual que el niño ignora que se hace adulto deseando ser como los adultos, dejando de ser niño, un proceso casi siempre irreversible e inaceptable. Todos somos o víctimas o agresores, cazadores o presas, no hay culpables o inocentes, las leyes sólo son un desafortunado intento de controlar la construcción moral, el paso de la infancia a la edad adulta. El terror como género lo explicita.

         

          Así es la historia del arte, pero si alguna cosa es distinta hoy en día es que el cine ha hecho posible vivir la plástica extenuante de lo físico y espiritual del erotismo y la muerte de una manera casi completa. No por referencia sino por audiovisualización. Nuestro cuerpo se alimenta del sabor de la sangre derramada y del sexo como potencial en la bendita sala oscura. De perversión, maldad y sufrimiento ajeno. Sólo porque algunos todavía no nos atrevemos a agredir sexualmente a nuestra víctimas y, ni mucho menos todavía, repito, a matarlas y enterrarlas.

 

 

          Stoker es implacable como lo es la soledad del que se esconde. El primer tercio del film es un bodegón que se escurre por el lienzo coqueteando con la mirada del espectador-depredador. Es una invitación sin contemplaciones al palacio, en este caso, la casa de nuestra protagonista, de la sensualidad. Parece que el director sepa qué necesita cada espectador en cada momento para sentirse un poco más a gusto en su butaca, en esa casa. Sin duda te conviertes en el huésped más cuidado a la espera de todo lo que va a suceder a base de tragarte planos de belleza y construcción sofisticada que enlazan unos con otros con una facilidad deslumbrante. Secuencias paralelas a tres bandas, sistemas de imágenes relacionados con sentido poético y discursivo (pongo como ejemplo una cabina de teléfonos convertida en un congelador de carne y no digo más). Lenguaje en estado puro. Todo persuade para quedarte allí a pasar unos días. Espacios por donde circula un aire sugestivo tan cargado de morbo como tú de tensa expectación. Habitaciones, salones y cocinas de lujo llenos de un vacío intemporal, diseñados exclusivamente para dejarse llevar por el erotismo desenfadado e infantil de una muchacha que acaba de cumplir los 18 años pero con un pie en los 40 y otro en los 12, abierta de piernas y lista para seducir salvajemente tu entregada mirada que no sabe si mirar hacia la amoral infancia o hacia la inmoral edad adulta. Un discurso visual exquisito, enervado con mucho clasicismo y matices de otras artes, como la pintura o la danza, algo sorprendentemente en desuso, y acompañado, como no, de sonidos penetrantes y profundos y melodías pegajosas. Aunque, poco a poco, en medio de este embrollo tan sugerente, cuando empiezas a saborear la sangre y el sexo, todo se vuelve menos interesante. ¿Y sabes porqué? y yo insisto: porque te das cuenta que te están contando una historia, la misma historia de siempre. Y sufres por temor a que el palacio se derrumba. Pero tu insistes en quedarte porque querías mas, más sexo, más muerte, tu propia muerte, quizás, quieres terror, quieres desestabilización, quieres acabar con todos los mitos, la familia, sobretodo la familia, la sociedad, las leyes, quieres huir. Y la historia vuelve a ser lo de menos, porque, más allá de Hollywood, el director coreano se inventa un epílogo que a algunos les dejará sin aliento, a otros sin comprensión, pero a todos, eso sí, en cierto estado de inquietud y excitación.

 

          Más tarde, ya en el mundo, te das cuenta que has estado allí, con ella, y que esta inquietud y excitación es porque sabes que está libre, que te la puedes encontrar en cualquier esquina y que te puede susurrar otra huída, juntos, hacia los deseos huecos del niño que ya no eres. Y esto te da miedo.

 

 

 

 

 



Por Xavier Martínez