Lo conocido entendido como decorado de lo real
Escape from New York / Escape from L.A. (1981, John Carpenter)

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Original

Ante la perspectiva de elaborar una crítica sobre estas dos películas me posiciono claramente en la idea de que Escape from L.A. no es una secuela, ni siquiera un remake (al menos no un remake al uso), sino, y casi literalmente, el MISMO filme; de ahí que se hayan contraído ambas críticas en una sola.

En un breve resumen de la trama: el protagonista es un convicto, el cual debe entrar a un lugar hostil a recuperar un objeto valioso que está en poder de alguien de la familia presidencial. Para ello, nuestro nihilista héroe (estupendo Kurt Russell, dando vida Snake Plissken, que se convertiría en un icono del cine, y me atrevería que no sólo del de acción) dispone de un tiempo límite o morirá. Para la estructura de esta trama, Carpenter vuelve a beber directamente del western; del de Howard Hawks, como hacía en Asalto a la comisaría del distrito 13 (Assault on Precint 13, 1976). Pero en esta ocasión, en la creación del personaje principal, la influencia del Man-With-No-Name que encarnaba Clint Eastwood en los spaghetti western de Sergio Leone es más que evidente.

Plissken (pantalón de camuflaje, camiseta sin mangas, parche en el ojo; una vestimenta que es también un símbolo, como el poncho del personaje de Eastwood o el uniforme de un superhéroe) apenas habla, y cuando lo hace, usa esa susurrante voz que de alguna manera imita el silbido del animal que le apoda. Su actitud es, como ya he dicho, profundamente cínica, desarraigada y nihilista: no le interesa en absoluto el rescate, ni las consecuencias de no hacerlo, ni por supuesto, la moralidad que pueda establecerse de sus acciones. Él está ahí porque le han engañado (o lo hace o un virus/bomba le matará) y solo busca su mera supervivencia.
Este carácter de convencido anti-héroe se muestra claramente en tres escenas: la (muy breve) de la violación en Escape from New York, donde no se desvía en ningún momento de su camino, dejando a la víctima a su suerte; y por supuesto, los finales de ambos filmes, donde se cobrará venganza contra los que considera sus verdaderos enemigos, esto es, los que le han metido en ese embolado, aunque dicha venganza ponga en peligro (o literalmente destruya) a toda la raza humana.

Abundando en lo divertido de las similitudes de ambas películas: En N.Y. se estrella el Presidente y en L.A. lo hace la hija del Presidente. Ambos tienen en su poder un objeto que puede traer la paz mundial (de un modo u otro). Allá infiltran a Serpiente Plissken, no sin antes “convencerle” mediante la inoculación de un dispositivo que acabará con su vida en un plazo límite (nano-bombas / virus). Este tiempo límite se pone de manifiesto en un contador que lleva en la muñeca. Sus primeros encuentros en la zona hostil son con personajes peculiares (el taxista Ernest Borgnine /el surfero Peter Fonda y el cicerone Steve Buscemi). Para cumplir su objetivo, debe enfrentarse al autoproclamado caudillo de cada ciudad, (un fantástico Isaac Hayes, como Duke of New York, frente a un poco inspirado Georges Corraface en el papel de Cuervo Jones, señor de los deportados de L.A.). Curiosamente (o no tanto), ambos viajan en coches “decorados”; impagables las lámparas de araña en el frontal del Lincoln del Duque. Antes de conseguir el susodicho rescate, el protagonista sufrirá diversas peripecias entre las cuales va a ser atrapado y sometido a una prueba mortal. Aquí la invención de Escape from L.A. es lisérgicamente muy superior al combate a muerte al que se tenía que enfrentar en N.Y.: la conocida escena de la cancha de baloncesto (“dos canastas, todo el campo, dos puntos por canasta, nada de esa chorrada de los triples”).

Al final, y tras contar con la ayuda siempre interesada (el propio beneficio y la autoconservación es el leit-motiv de todos los personajes) de otros de los peculiares habitantes de cada zona (Harry Dean Stanton / Pam Grier), Plissken escapa de ambos lugares y, al contrario del héroe arquetípico, ni se queda con la chica, ni se debe a unos superiores que no reconoce, ni concede un mínimo atisbo de bonhomía: lo manda todo a tomar por culo. Esto es interesante, porque como ya dije, nuestro anti-heroe “sufre” las peripecias, es golpeado, vapuleado y herido (en ambos filmes en la pierna). Plissken no sale indemne de su aventura en el plano físico, si bien lo hace completamente en el moral. La situación no le cambia como persona, antes bien al contrario, le reafirma en su comportamiento cínico y egonihilista.

Y todas estas aventuras suceden en lo que a mí me parece más significativo de la propuesta de Carpenter, y que me atrevería a decir que mantiene de alguna u otra forma en toda su filmografía: la existencia de planos de realidad distintos a los conocidos por el espectador. En filmes como Están Vivos (They Live, 1988) o En la Boca del Miedo (In the Mouth of Madness, 1995), entiendo que esta tesis es más evidente por cuanto ese plano de realidad es coexistente con el habitual del espectador y el de los personajes.
En las dos películas que trato ahora este nuevo plano de realidad es solo ajeno al espectador; desde la presentación inicial en off, Carpenter deja muy claro que esa Nueva York y esa Los Ángeles, esas dos ciudades que son símbolos globales no son las que conocemos, y que el tiempo es AHORA.

Los filmes plantean la realidad conocida como retorcido decorado de la realidad de la narración. Desde ese inicio en las Torres Gemelas (que apenas llevaban 4 años inauguradas), pero que Carpenter enseña como un escenario corrupto, hasta el final de L.A. en una Disneylandia no nombrada pero inequivoca, pasando por las ruinas del edificio de Capitol Records o la Penn Station de Nueva York.
No es, a mi juicio, una posición extraordinariamente novedosa, aunque estoy convencido de que es perfectamente consciente desde la primera planificación.



Por Pedro Torrijos