La llama sin luz pero con sonido
Erase una vez en Anatolia (2011, Nuri Bilge Ceylan)

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Original

          Al sentarte en la butaca todo parece que se mueve a otra velocidad. Se marcha una luz que deja lugar a otra. No sabemos si la luz viaja a través de la oscuridad o si es la oscuridad que se mueve hacia las parcelas escurridizas de la luz. La luz en la oscuridad va más allá de las retinas y devora los ojos dejando tu mirada vacía. Esa temible oscuridad viajando a través de la luz que cruza desde la cabeza a los pies y se esparce por el suelo invadiendo la sala de cine así como el sonido tiene conquistado el mundo. La luz y la oscuridad se mueven, alternándose el vacío, el sonido lo llena todo. El sonido no es interpretable, como la luz. Entonces, en poco menos de un instante ya solo eres espectador y te dejas llevar por la experiencia del tiempo y el espacio míticos.  La noche, la tormenta que se avecina y los faros de los coches en la lejanía del desierto. Primero, vagas, te dejas llevar. Vagas cuando ya crees que nada te sorprenderá, o cuando te entregas definitivamente a lo impredecible de estar vivo. Es la noche, la penumbra que te impulsa hacia una nada imposible, una nada sin nombre, la ensoñación misma de la nada. Apenas recuerdas lo que era el viento que, ahora, en plena noche del espacio-tiempo te arrastra de un árbol a otro hacia Anatolia. Apenas recuerdas lo que eras antes de entregar tu ser a la oscuridad. Todos hemos buscado algo en la noche.  Todos nos hemos dejado seducir por la lluvia. Todo cuanto la lluvia puede contarnos nos pertenece. A mí, a ti y a ellos, por supuesto. Por eso estás aquí, en la butaca de la sala oscura convertida en el interior de un coche, errando en Anatolia, compartiendo asiento con ellos. Son cinco personajes residuales de un antiguo imperio en decadencia, dando la espalda a Europa y en busca, tal vez, de atávicas conexiones con el mundo enterradas en su propia tierra. Te remueves en tu butaca, solitario ser, con la necesidad de arroparte a estas almas con bigote y barba de cinco días por miedo a la noche del espacio exterior y al amanecer del tiempo interior. No deseas mirar por la ventana  porque dudas de todo cuanto acontece, como si no fuera contigo todo lo que pasa.  Todos hemos tenido miedo de lo que pasa sin saber cómo reaccionar. Y todos hemos cometido alguna vez, aunque sea en secreto, el impredecible asesinato.

          “Erase una vez en Anatolia” es un arrebato suspendido sobre la noche de las calamidades humanas. Este film piensa la oscuridad como una llama ensoñecida que alumbra la inexpresividad del alma. Es un largo recorrido sonoro en forma de sueño por el mórbido interior de lo humano. Una autopsia del absurdo. Un amanecer en la delicadeza de lo entrañable. Una sonrisa melancólica hacia un pueblo errático y simpático. Un panegírico de dos horas y media, que podrían ser 4 o 5 -y seriamos aun más felices- sobre este pueblo, que no es el nuestro, pero que sueña con Europa como soñábamos nosotros hace años, o como la soñamos todavía, quien sabe.

          Teces oscuras y mal afeitadas, miradas sombrías enganchadas a cuerpos agarrotados que emanan vacuas y tediosas conversaciones en un mundo periférico. Toda una amalgama de realidad que aun persigue los sueños arquetípicos de la evasión a causa de la desidia del vivir cuando solo eres una pieza más. Una ingenua y obsoleta masculinidad que se desvanece en el sentido de su ser en este inquietante y moderno mundo actual. Gente que aun persigue, en la belleza de lo femenino, la esencia de la belleza misma, herencia de lo helénico, y su misma perdición. Una belleza en forma de luz que te arrastra a la oscuridad. Una película de sombras y luces. Cine negro. Un thriller que ya no repara en la historia, tal vez enterrada en vida. Todo lo que no se cuenta es lo interesante, pero nunca te separarías de lo que pasa, por miedo a perderte algún detalle de lo vivido, siempre más interesante que lo contado. Un thriller muy bello con un tiempo organizado en lo onírico. Un thriller rural y existencial sin más pretensión que llevarte de paseo por esa tierra, en busca de un cadáver. Un largo paseo hacia el cadáver. Planos largos, llenos de lo más esencial de la imagen, que no es el paisaje sino tu mirada y el movimiento del sonido, con la mirada puesta mas allá de las formas, cerca de lo infinito. Tus ojos que siguen el caer de una manzana, sin cámara, sin ser, sin historia.

 

         Cine que siente que lo importante es el lenguaje mismo. El lenguaje de la imagen y el sonido y tu mirada, tu propia vida. Una película que proyecta en sus pequeñas historias otra sombra: la sombra de lo vivido. Solo con mirar a los personajes nos damos cuenta que todos acarreamos la culpa del sufrimiento ajeno. Todos hemos dudado alguna vez del sentido propio y hemos cargado con un alma que no es la nuestra. Todos hemos alentado a alguien al suicido y hemos enterrado un cadáver en vida. Tú y yo nos hemos suicidado alguna vez. Tu no deseas encontrar el cadáver que se ha llevado bajo tierra nuestras esperanzas porque todos nos sentiremos culpables al encontrarlo. Pero todos somos inocentes. En eso está tu sufrimiento y a eso podemos llamarle thriller actualmente: ser el asesino, el cadáver y la policía. Y la familia de la víctima. Su mujer y su hijo, la belleza y el futuro.  Nadie culpable, todos inocentes. Vuela, vuela por la noche hacia la luz de un día sin sol. Practica la autopsia a tu propio ser asesinado. Disecciona tu deseos aun palpitantes de vida y encontrarás el sinsentido de vagar por este mundo sin apenas haberte conocido, porque no eres más que una carga de culpa, o una pieza de un mecanismo inexistente llamado país. En tu país ajeno o en el tuyo propio. Tú no eres la imagen de ti mismo. Ni de tu país. Un país no es la imagen que de él se tiene desde fuera. Un país no es nada cuando lo es todo para ti. Es un símbolo desnaturalizado. El país pertenece al poder, más allá siempre quedará el pueblo. Un pueblo no es su país. Por eso en Anatolia envuelven los cadáveres, a falta de bolsas de plástico, con alfombras tradicionales hechas a mano. El director expone que su país no es capaz de absorber la modernidad ni de asimilar una tradición casi estereotipada, como falaz belleza. Si el director piensa esto de su país yo pienso lo mismo del mío. Yo no pertenezco a país alguno. Yo me llevo el cadáver a casa, sin descuartizarlo, lo meto en el maletero, deshago el camino hecho por los asesinos sin conciencia. Lo envuelvo en un suvenir para meterlo de nuevo en el maletero. Espero que los demás espectadores no se den cuenta de que me llevo el cadáver. Pero qué hago, qué pienso, qué escribo. Parece que hay movimiento en la sala. Qué extraña esta sala cuando vuelve la luz, parece una sala de autopsias. Nos vamos. Si, es cierto, hay movimiento en la sala, precisamente por no poder encontrar esa postura que te instale definitivamente en la comodidad, en la camilla donde serás abierto en canal. Todos los cuerpos abiertos, vísceras sin vida. Tu vida abierta sin cicatrizar. No te puedes quedar en la butaca. No hay comodidad cuando la belleza es fría y triste. Pero hay satisfacción. La satisfacción de ver que nos removemos porque estamos vivos y nuestra autopsia aun queda lejos y parece, todavía, improbable.  Me quedaría pero no es posible. Me siento turco, qué raro. Tengo bigote y barba de cinco días. Voy volviendo poco a poco de Anatolia. Hoy digo: me gusta el cine.

 

 

 

 



Por Xavier Martínez