La mirada conductiva
Dolorosa Gioia (2019, Gonzalo López)

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Original

“Hemos terminado en un lugar donde todo es música”. Con esta frase escrita en inglés, ruso, italiano, francés y alemán, idiomas propios de los países con más tradición musical clásica, empieza el segundo largometraje como director de Gonzalo López. Una década después de “Embrión”, el thriller psicológico con tintes políticos que representó su ópera prima, el realizador barcelonés se embarca en un arriesgado ejercicio de pureza cinematográfica: prescindiendo completamente de diálogos, traslada a la época actual la historia de Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa, el visionario compositor renacentista que en octubre de 1590 protagonizó un atroz episodio en un habitáculo adyacente al palacio napolitano de Sansevero.



Partiendo de ese material histórico como base, la película construye un drama biográfico pasional con elementos de thriller muy influenciados por el giallo, incorporando detalles procedentes del terror sobrenatural en su ámbito más onírico. En él, un joven compositor de familia rica obsesionado con la música se adentra en una espiral de sufrimiento y enajenación mental al sentir que su honor ha sido ultrajado. La película se acerca al umbral del cine experimental por la valiente decisión de contar toda la historia sin el apoyo de la palabra, a la vez que exige al espectador una predisposición adicional que no siempre está dispuesto a asumir. Pero se trata también de una decisión sabia, porque los prosaicos diálogos que probablemente emergerían de la interacción de los personajes vulgarizarían la propuesta y la alejarían de su embriagadora excentricidad.

Y más difícil todavía, ya que su pirueta consiste en un doble salto mortal: por si la ausencia de diálogos no fuera suficiente, tiene la osadía de estructurar el relato entrelazando dos tiempos distintos, proporcionando las pistas suficientes para que el espectador, por lo menos aquél que preste suficiente atención, se ubique dentro de la cronología de las secuencias. La época presente se caracteriza por la actitud mortificada del personaje, vestido con prendas oscuras, y por puntuales materializaciones de los remordimientos que lo carcomen sin respiro. Además, suele ubicarse en un salón distinto, más austero y claustrofóbico, con un piano de pared en vez del piano de cola que aparece en las secuencias que corresponden al pasado.



Su propuesta, radical y a contracorriente, demanda un ejercicio de concentración y de complicidad tal vez demasiado exigente para un público tan impaciente como somos, acostumbrados a las obras-fotocopia, a la inmediatez, a la literalidad, a la permanente consulta del teléfono móvil y al chaparrón de estímulos que relegan la reflexión y la actividad mental a recónditos calabozos incomunicados. Su audacia es, pues, aún más meritoria, y nos ofrece una experiencia muy distinta a la que nos tiene acostumbrado el panorama cinematográfico estándar. Y ya no sólo por su particularidad, sino porque demuestra una pericia y un dominio de los mecanismos del lenguaje audiovisual poco frecuentes.

Los primeros segundos de la película se encargan de establecer simbólicamente sus bases, desde el piano que es cubierto con una sábana, como si de un cadáver se tratara, hasta el primerísimo primer plano del ojo del protagonista, la imagen que abre el relato y que instituye la mirada como concepto intrínseco esencial, convirtiéndolo en el mecanismo narrativo de la historia. La mirada del espectador recae encima de un conjunto de personajes que interactúan a su vez en función de lo que observan, en un sistema completamente alimentado por elementos visuales.



Las insólitas y sugerentes localizaciones le otorgan un seductor marco visual que remite, desde una extraña y elegante austeridad, al lujo y a los ambientes de la alta sociedad, un elemento perceptivo potenciado por la actitud ligeramente refinada de unos personajes que transpiran una genuina complicidad de pertenencia en unos entornos privilegiados. Los actores que los interpretan cuentan sólo con sus expresiones faciales y su lenguaje corporal para comunicar su estado de ánimo y sus procesos mentales, y lo consiguen con mesura y sutileza, gracias a una dirección muy precisa vinculada a una planificación extremadamente meticulosa y matizada. Así, se sirve de unos expresivos movimientos de cámara, a veces enérgicos e intensos, como los arrebatos durante la frenética composición e interpretación de las piezas al piano. Otras veces sutiles, casi quirúrgicos, para remarcar gestos, miradas, actitudes y percepciones de sus personajes.

Con esos mecanismos logra invocar el suspense y la anticipación, creando tensión a través de lentes bifocales, angulaciones, cambios de luz, acercamientos hacia elementos ocultos en el plano y algunos fugaces detalles suculentos como esa mano fantasmal que desaparece del hombro del compositor cuando cierra precipitadamente el piano. Todo ello potenciado por una música que, sustituyendo a las palabras, adquiere un protagonismo central en el relato. Pero el filme no sólo se nutre de la obra de Gesualdo y de otros autores clásicos; el compositor Marco Chiaperotti ha creado además una banda sonora obsesiva y contagiosa, que moldea y arropa el flujo narrativo, con momentos estelares como la secuencia que precede al clímax, confabulada con un diseño de sonido capaz de sacar partido de la combinación de elementos muy simples para conseguir una severa intensidad emocional.



Sólo la secuencia central de la historia rompe, con toda lógica, el sostenido tono refinado para adentrarse abruptamente en los terrenos del giallo. Pero en cierto modo constituye un elemento disonante, quizás por su ejecución un tanto precipitada, o por sus efectos visuales no demasiado convincentes. En cualquier caso, es una secuencia ubicada un poco en tierra de nadie, y resulta tal vez demasiado tibia para los amantes del género, que pueden echar en falta la metafísica poética de la violencia, y demasiado visceral para los más aprensivos, que quedan sobresaltados por su despliegue inusitado.

“Dolorosa gioia” se erige, pues, en un estudio de algunas de las debilidades humanas: la pasión, el desinterés, la incomprensión, la sensación de abandono, la infidelidad, los celos, el remordimiento y la pulsión asesina provocada por la injuria. La profunda cinefilia de su autor es evidente no sólo por la destreza con la que maneja las herramientas narrativas de las que dispone tras renunciar a la palabra, sino también por las múltiples influencias que cohabitan en su obra. Y es que sobre ella también se ciernen otro tipo de espectros: los de titanes del cine como Argento o De Palma. Es una obra que sólo demanda abordarla con ganas, abiertamente, sin prejuicios, y lograr sumergirse en ella equivale a permitirse disfrutar de un gran festín, una oda de amor a la música y al cine, una gigantesca gozada.



Por Francesc Talavera