Aquí no hay quien viva
High-Rise (2015, Ben Wheatley)

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Original

No debe ser fácil adaptar a  J. G. Ballard. Spielberg salió airoso y Cronenberg triunfante, pero Ben Wheatley está muy lejos de ese nivel. Sin embargo, ha encontrado en el Rascacielos de Ballard un resquicio donde todas sus manías narrativas encajan perfectamente y hasta sus defectos comunes parecen obedecer a la historia, resultando la película más coherente del británico.

 


"High rise" narra el giro hacia el caos que da la vida en un imponente rascacielos residencial, donde los constantes problemas técnicos y el cada vez menos velado odio entre clases se suman al hermetismo autoimpuesto por los inquilinos y convierten el edificio en un microcosmos en el que las reglas sociales y el orden saltan por la ventana con la facilidad con la que una fiesta se va de madre. En el ojo del huracán está el doctor Robert Laing (Tom Hiddleston, “La cumbre escarlata”, 2015), un recién llegado que ha decidido adaptarse a la vida en el rascacielos por extrañas que se pongan las cosas. Y se ponen muy, muy extrañas.


Aunque pueda parecer una versión menos adrenalítica de “Snowpiercer” (Joon-ho Bong, 2013), la idea de la separación literal – ahora en vertical - entre clases sociales y los problemas que pueden derivar de ésta, es prácticamente lo único que comparten. Ben Wheatley tira de todos sus recursos y lo que parecían artificios baratos en otras de sus cintas, funcionan en una historia en la que el artificio es un personaje más. Durante una pulcra y minuciosa primera parte, Wheatley emula descaradamente a Kubrick, regodeándose en encuadres y composiciones perfectas por las que Hiddleston hace lo que mejor se le da, lucir palmito – solo falta que le brille un diente cuando sonríe – mientras su Laing hace lo que puede por relacionarse con vecinos de arriba y abajo; así conocerá a la fogosa Charlotte (Siena Miller, “El francotirador”, 2014), los snobs Pangbourne y Cosgrove (James Purefoy y Peter Fernandino, “Solomon Kane”, 2009 y “Convicto”, 2013 ) y los polos enfrentados, el revolucionario Wilder (un Luke Evans-”Immortals”, 2011” crecidísimo que se come todas las escenas) y el enigmático arquitecto Anthony Royal (Jeremy Irons, “Appaloosa”, 2008 ), recluido en la última planta del edificio.

 

 

 

Con un ritmo pausado, el film avanza sembrando una sensación de perturbadora perfección con la ayuda de la fotografía de Laurie Rose y la excelente banda sonora de Clint Mansell -mucho más efectiva en esta mitad de la cinta - mientras el guión de Amy Rose se desarrolla de forma tan “cerebral”, que parece que esa vaya a ser la tónica de toda la película si no fuera porque ha empezado con una de las escenas finales y ya sabes lo que tiene que llegar. Es entonces cuando la fiesta se les va de las manos. Porque tras una fiesta salvaje, Wheatley se quita la máscara y aparece la versión mejorada del director que ya conocíamos: todo se torna físico, brutal, sucio. Se acaban las conspiraciones y las intrigas, empiezan las palizas, los saqueos, las violaciones. Un montaje de pocos minutos sirve de elipsis para que los asépticos, anodinos y geométricamente perfectos planos aparezcan llenos de basura y sangre y los inquilinos se transformen en parodias trastornadas de lo peor del ser humano. Sin llegar al extremo de locura fílmica al que recurrió en “A field in England” Wheatley dispara con todo; su retorcido sentido del humor y el desprecio por los personajes que deducíamos en películas anteriores aquí es descarado, y por tanto, lógico. Como es lógica la falta de sentido que algunos han criticado; en esta película coral, el protagonista absoluto del clímax es la incoherencia. El rascacielos se convierte en un universo extraño mientras el mundo exterior sigue girando con normalidad, ajeno a los tarados que viven dentro. Todos los habitantes van a conseguir lo que quieren a lo bestia y por las malas y Laing sigue ahí en medio, haciendo lo mismo que al principio.

 

 

 

No es que no tenga sentido, es que no hay nada que sustraer; Ballard siempre pensó que éramos así de raros. Y las pretensiones arty y la pedantería que estropeaba las obras anteriores del director aquí pueden campar a sus anchas y practicar el canibalismo como unos personajes más. Por eso funciona.

No es, obviamente, una película fácil. Solamente la presencia de Tom Hiddleston podría hacer pensar a algún despistado que ésta es una película para el gran público. Raro será que alguien que no esté familiarizado con los trabajos del director, de Ballard, o de la actual e interesantísima ola de ciencia ficción británica (como “Black mirror”) vaya a dar la cara por esta cinta fuera de los circuitos especializados. Pero quien pueda y quiera entrar en su juego, va a disfrutar de la primera película en la que Ben Wheatley acierta de lleno. Y va a tardar en olvidar su visita a esta casa de locos.



Por Isaac Mora