En recuerdo de Claude Chabrol

Gai, léger, parisien! Utilizando estas tres palabras (¡alegre, ligero, parisino!) como brújula, Chabrol es autor de casi sesenta películas.  Sobre la alegría, tratándose de un autor básico de la Nouvelle Vague, es bien sabido que los rodajes al igual que París, eran una fiesta. No obstante se puede percibir una austeridad nada banal en la mayoría de sus obras, que no nos permiten encontrar casi ninguna comedia de final feliz en su extensa filmografía. A propósito de la ligereza, se podría discrepar. Si algo caracteriza las obras del maestro francés es la profundidad con la que indagaba en los rincones más negros del alma. Chabrol era cruel con la crueldad, y era capaz de retorcer los actos humanos hasta puntos insospechados con tal de mostrársela al espectador. Y lo parisino, entendiendo esto casi como una nueva ideología en la década de los 60, es una constante que caracteriza sus películas casi sin quererlo, como un sello. 

 

Como suele ocurrir con el cine de autor, es posible establecer una columna vertebral temática en las obras de Claude Chabrol. Su obsesión se podría reducir a una: la crueldad del ser humano, sus límites y sus extremos.

Crímenes pasionales en títulos como Las ciervas (Les Biches, 1968), La mujer infiel (La femme infidèle, 1969) o Al anochecer (Juste avant la nuit, 1971), asesinatos escabrosos por el simple placer de matar en la salvaje y aclamada El carnicero (Le boucher, 1970) o en la inquietante La dama de honor (La demoiselle d’honneur, 2004). Personas que cohabitan al margen de la moralidad y de lo considerado correcto socialmente y, sobre todo, un gran interrogante, un cuestionamiento constante sobre el bien y el mal, además de una fuerte crítica a la burguesía. 

Irónicamente, Chabrol venía de una familia acomodada, y esta condición va a impregnar inevitablemente su filmografía. Cabe preguntarse si este constante ataque a la burguesía se trata de una crítica o de sentimiento de culpabilidad. Cada vez que un periodista le preguntaba si se sentía burgués, él siempre contestaba: Sí, he ahí el drama.

Chabrol fue un maestro retratando relaciones obsesivas y malsanas. Podemos ver esto en casi toda su obra, y especialmente en la infravalorada El infierno (L’enfer, 1994), donde con un guión original de Henri-Georges Clouzot, construye una espiral hipnótica alrededor del mundo de los celos. El infierno reúne muchas de las cualidades del autor parisino. De principio a fin, el relato es una profundización en el infierno personal que viven dos personas, el hombre que desea, y la bella Emmamuelle Béart, que se convierte en ese oscuro objeto del deseo. La ambigüedad, el camino a la locura y la obsesión enfermiza se fijan en la retina del espectador, que irremediablemente se sumerge en la historia, con una maestría que nos hace recordar a la insuperable De entre los muertos (Vertigo, 1958). No en vano, Chabrol fue a menudo comparado con autores como Hitchcock, Ernst Lubitsch o Fritz Lang. En muchas de sus obras se percibe esta espiral hitchcockiana, una faceta a la que supo sacar partido. Una idea de caída al vacío, de perturbación progresiva. La exploración de los límites humanos: de qué manera podemos abandonar nuestra humanidad y ser vencidos por nuestros impulsos más animales. 

 

En sus películas prima la construcción, el tratamiento y la psicología de los personajes, mientras que los sucesos suelen ser un elemento secundario que sirve de excusa para articular la idea principal a explorar. En comparación con sus camaradas, Chabrol, quien no tenía ni daba importancia a los conocimientos técnicos, no es el director que apostó más fuerte por la revolución cinematográfica desde el punto de vista formal y narrativo. No obstante, la inaugural El bello Sergio (Le beau Serge, 1958) fue galardonada con el premio Jean Vigo, y Chabrol considerado como un autor completo de su película, al margen del sistema de producción, e incluso contra él.

Mediante sus primeras obras, como Les Bonnes Femmes (1960) o Les Godelureaux (1961), participó notablemente en la deconstrucción del cine clásico hollywoodiense. En dichas películas ya podemos observar el retrato del placer asociado al sufrimiento.

Era precisamente el poco manejo de la técnica, la primacía de los personajes, una mirada personal sobre la narración y sus teorías y pensamientos sobre el cine plasmados en su colaboración regular en ‘Cahiers du cinéma’, los que hicieron de Chabrol un pilar básico del movimiento francés.

Se puede considerar que sus trabajos abandonaron lentamente los postulados de la Nouvelle Vague, y ya en la década de los 70 se dirigió hacia un cine menos libre técnica y narrativamente, más orientado hacia un público mayoritario, algo que fue muy criticado por los demás integrantes del movimiento. 

Sin embargo su respuesta fue il n’y a pas de vague, il n’y a que la mer (no hay una ola, sólo hay mar), sentencia que debió y debería callar a todos aquellos que han considerado la evolución del realizador francés como una deserción, sin tener en cuenta la grandeza de sus posteriores obras, más convencionales en apariencia pero de una gran riqueza y poder. Es por todo eso que Chabrol siempre fue un autor de sí mismo y de su cine, por encima de cualquier convención, cualquier género y  cualquier movimiento.

 

Merci pour le cinéma.



Por Paula Pérez